Aquella tarde del 13 de abril de 1737, Händel yacía inmóvil en el suelo con los ojos abiertos, como muerto. Durante cuatro meses, Georg Frideric Händel vivió sin fuerzas, como si la vida le hubiese abandonado. El lado derecho permanecía muerto. No podía andar, ni escribir. Tampoco podía hablar. Los labios se movían con dificultad y las palabras salían de su boca, embrolladas y confusas. El médico, no sabiendo qué hacer ante un caso incurable, se le ocurrió aconsejar que lo llevaran al balneario de Aquisgrán, por si las aguas termales podían proporcionarle alguna mejoría.
Pero dentro de aquel rígido cuerpo sin movimiento, de modo parecido al de aquellas aguas misteriosamente calentadas bajo la tierra, latía una fuerza incomprensible: la fuerza de voluntad de Händel y esa voluntad indomable obró el milagro en contra de las leyes de la Naturaleza. En Aquisgrán, los médicos le advirtieron con gran insistencia que si permanecía más de tres horas en el agua caliente, su corazón no lo resistiría, e incluso podía acarrearle la muerte. Pero su voluntad lanzó un reto a la muerte por causa de la vida y de su tenaz deseo: recobrar la salud. Con gran terror de los médicos, Händel permanecía nueve horas diarias en el baño, y con voluntad fue recuperando las demás fuerzas.
- He vuelto del infierno, decía con orgullo. Y con todas sus fuerzas, con su arrollador ímpetu para el trabajo, se lanzó el convaleciente, con redoblada energía, a su labor creadora.
Pero las circunstancias le son adversas. La muerte de la Reina interrumpe las representaciones; empieza luego la guerra contra España. Las gentes se congregan en las plazas públicas para cantar y vociferar, pero los teatros están vacíos y las deudas del pobre Händel van en aumento. Le acosan los acreedores, se burlan de él los críticos, calla con indiferencia el público. ¿No era mejor tener paralizada la mitad de su cuerpo que el alma entera como ahora? Y en un absoluto desconcierto sabe, o cree saber, que el fin es definitivo. El molino de la fantasía había dejado de girar. Nada había que empezar; nada tenía que terminar.
Encontró un sobre en su mesa. Lo abrió con apresuramiento y se encontró con una carta de Jennens, el poeta que había escrito el libreto de su Saúl y de su Israel en Egipto. En ella le decía que le mandaba un nuevo poema y que esperaba que el gran genio de la música, el phoenix musicae, daría a sus pobres palabras y las transportaría con sus alas por el éter de la inmortalidad.
Ya desde la primera palabra se conmovió: Conmfort ye! «¡Consolaos!», palabra que era como un mágico encantamiento, como una respuesta divina a su desfallecido corazón, de pronto había quedado purificada la amargura que roía su corazón. Se veía penetrado de una luz de diáfana pureza. Händel se encontraba en un estado tal de místico fervor, que las lágrimas empañaban sus ojos. Durante tres semanas consecutivas no salió siquiera de su habitación ni interrumpió su labor. Por fin, al cabo de tres semanas escasas, hecho verdaderamente inconcebible, el 14 de septiembre terminó su obra, El Mesías.
La palabra se había hecho sonido. Se había cumplido el milagro de la voluntad en su alma ardiente, del mismo modo que se realizó antes en su cuerpo inválido: el milagro de una resurrección.
El 13 de abril de 1742 se estreno la obra, setecientas personas , número jamás alcanzado, se apretujaban en el recinto. Desde entonces ya nada logró doblegar a Händel; nada pudo abatir al resucitado. La compañía de ópera que él había fundado en Londres se declaró en quiebra, los acreedores le acosaban otra vez, pero él se mantenía firme y sereno. Resistía todas las contrariedades sin preocuparse.
En 1759, gravemente enfermo a los setenta y cuatro años, ya en la cama, sus labios murmuraron suavemente que moriría el Viernes Santo. Aquel Viernes Santo caía en 13 de abril, o sea el día en que la pesada mano del destino le había abatido y el del estreno de El Mesías. Las fechas coincidían: aquella en que todo había muerto en él y aquella en que resucitó.
El 13 de abril Händel perdió las fuerzas por completo y al día siguiente, antes de que las campanas de Pascua anunciaran la Resurrección, sucumbió lo que en George Frideric Haendel había de mortal.
2 comentarios:
Resumen extraido del libro Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig
Hay tres anécdotas curiosas de Haendel.
Una anécdota dice que, en el granero de la casa donde vivía, estaba arrumbado un viejo clavecín: durante la noche se escuchaban sonidos armoniosos que se atribuían a un duende travieso. Pero un día, los moradores de la casa, decidios a aclarar el misterio, se proveyeron de una lámpara y de sendos garrotes, y se encaminaron hacia el granero: abrieron la puerta de improviso y, ante el sombro general, descubrieron que el duende travieso no era otro que el pequeño Jorge Federico quien, venciendo el temor a la soledad y la obscuridad, dejaba su lecho para ir a recrearse en el abandonado instrumento.
La otra anécdota cuenta que acompañado de Matheson hizo un viaje a Lübeck para escuchar al organista Buxtehude. Tuvo un duelo a espada con Matheson, en el que estuvo a punto de perder la vida, salvándose gracias a que la punta de la espada de su enemigo se rompió al chocar con un botón de la casaca: inmediatamente se reconciliaron y juntos participaron en los ensayos de "Almira", la primera ópera de Händel, que fue estrenada con éxito el 8 de enero de 1705.
Por último, en 1726 sucedió en escena algo totalmente imprevisto: en la ópera "Alejandro" la rivalidad entre las dos cantantes que representaban los papeles de las amantes del gran conquistador, llegó a tal grado que, no pudiendo contenerse, se tomaron de los cabellos y sostuvieron una violenta riña, en medio del regocijo y el griterío del auditorio presidido por la princesa de Gales. Se dice que Haendel no perdio la serenidad, antes al contrario, animaba a las contendientes con sonoros redobles de timbales al mismo tiempo que decía: "Dejadlas. Cuando estén cansadas su furor caerá por sí solo".
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