viernes, 6 de junio de 2008

El contumaz aventurero

 Pedro Enrique de Ibarreta y Uhagon, nació en Bilbao el 8 de agosto de 1859, en el seno de una familia aristocrática. Desde niño era una especie de audaz pillo sin miedo, una fuerza de la naturaleza que, pese a sus pocos años, parecía no temer a nada ni a nadie. La placidez de su infancia iba a verse interrumpida por el estallido de la III Guerra Carlista (1872-1876) Tras aguantar casi un año de asedio en aquel Bilbao martirizado por la caída de las bombas, un tiempo en el que la gente se protegía bajando a vivir a los sótanos y cubriendo las ventanas con cueros de vaca y sacos terreros, su padre decide sacar a su familia de aquel infierno.

Mont de Marsan (sur de Francia) primero y Londres después fueron testigos de las nuevas experiencias que habría de afrontar el joven en los tres años siguientes. Estudiar, aprender francés e inglés y manejar la espada con soltura parecen haber sido sus principales obligaciones. Y meterse en líos.

A comienzos de 1876, volvió a Bilbao, instalándose en el palacete de estilo francés de su familia. Dos años más tarde, su padre pensó que tal vez la milicia atemperase el fuerte carácter de Pedro Enrique, de ahí que le hiciera ingresar en la Escuela de Ingenieros de Guadalajara. Cuentan que era la viva imagen del arrojo y la temeridad, pero también de la indisciplina. Pero había algo que no soportaba: que ofendieran a los más débiles o que se burlaran de él. Fue por eso por lo que se enzarzó en un duelo a pistola en el que resultó herido.  penas aguantó 10 meses con el uniforme puesto.

 En 1893 viajó a la República Argentina, viviendo en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, ciudad esta en la que desempeñó el cargo de vicecónsul de España al tiempo que conseguía el título de Ingeniero Geógrafo en su Universidad.

Trabajando para Casado del Alisal –palentino que construyó el ferrocarril que unía La Candelaria con Rosario– se dedicó a explorar 500 kilómetros cuadrados del Chaco argentino, una llanura inmensa plagada de bosques áridos, selvas y pantanos, un espacio salvaje de indiadas errantes y en el que vivían yacarés, vampiros, monos aulladores, cérvidos, jaguares, pumas y más de cien especies de víboras y serpientes. Realizando mediciones topográficas y cartografiando el terreno para la futura construcción de un ferrocarril, Ibarreta estuvo a punto de morir bajo las garras de un jaguar. Lejos de arredrarse y terminado su trabajo, convenció a sus compañeros para cruzar el Chaco de Este a Oeste. Nunca lo hizo. Perdidos y sin alimentos, comidos por los insectos y acosados por los indios, vagaron durante ocho meses por aquellas inmensas soledades. En Santa Fe y España se celebraron solemnes funerales por su alma, y mientras su familia vestía luto, él salió de la nada, como escupido por la selva.

Buscando oro y aventuras, se sumergió en la selvática frontera entre el Brasil y Paraguay. Ahora fueron las pirañas las que estuvieron a punto de acabar con su vida. Enfermo a causa de las picaduras de los insectos, volvió a España para recuperarse. Estando aquí estalló la Guerra de Cuba. Y allí que se fue.

Tras equipar una guerrilla pagada de su propio bolsillo, se dedicó a cazar hombres durante año y medio. En 1897 le encontramos de nuevo en la Argentina. Inquieto como siempre, decidió buscar oro en Bolivia. Vagabundeó sin fortuna por la serranía de Jujuy, en los mismos parajes y lugares en los que, diez años después, habrían de encontrar la muerte dos célebres forajidos americanos: Butch Cassidy y Sundance Kid.

Pero el oro se le resistía y ante este nuevo fracaso decidió encarar un viejo proyecto: explorar el temible río Pilcomayo. Los indios le llamaban Pilcu-Mayu o río de los Pájaros. Intentando su navegación habían muerto un buen puñado de hombres, extremo que no arredró a Ibarreta. Lo que aconteció de allí en adelante cabe en una palabra: desastre. Crecidas, tormentas, sed y hambre fueron sus principales enemigos. Luego, el río comenzó a asesinarlos. Los testimonios de exploradores anteriores hablan del Pilcomayo como de un río cruel. A la desesperada, Ibarreta mandó a sus hombres en busca de socorro. Él, testarudo, se quedó en las chalanas con un peón enfermo de malaria y el niño Díaz.

De lo que aconteció después, tenemos noticia por los dos únicos supervivientes de aquella expedición, los peones Florentino Leiva y Rómulo Giráldez. Contaron como durante tres meses vagaron perdidos por el Chaco. Sin comida, sin agua y sin ropa, víctimas de la debilidad y las diarreas, sus compañeros fueron muriendo uno tras otro.

Finalmente fue un millonario masón argentino, don Juan Canter, quien sufragó los gastos de la expedición que recuperó los huesos de Ibarreta. Carmelo de Uriarte, amigo del explorador, y un buhonero asturiano amigo de los indios, José Fernández Cancio, dieron con sus restos y erigieron una cruz en el lugar donde le mataron los indios a golpes de macana.

1 comentario:

vidiya dijo...

Resumen del artículo el aventurero vasco de devoraron los indios de José Antonio Díaz, autor del libro Ibarreta, el último explorador tragedia y muerte en su expedición por el río Pilcomayo.