sábado, 21 de abril de 2007

El gran Arquímedes

Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma.
Lo cierto es que el anciano, griego por más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército ro­mano... y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo.
El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes.
Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia adelante gi­gantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes.
Se dice que cuando los romanos —que, como deci­mos, asediaban la ciudad— vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela.
Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho: aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana.
Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incó­modos, quizá habría ganado a Newton por dos mil años.
Uno de sus primeros hallazgos fue el de la teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca.
«Dadme un punto de apoyo», dijo Arquímedes, «y moveré el mundo.»
El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eli­gió una nave que había en el dique y pidió que la carga­ran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas.
Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiró de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave.
Hierón, más tarde, le encargó a Arquímedes averiguar si una corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende.
Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese aña­dido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transfor­marla en una masa compacta.
Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resigna­ción mientras se sumergía en una tinaja llena y obser­vaba cómo rebosaba el agua. De pronto se puso en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volu­men de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que despla­zaba. ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica.
Arquímedes no pudo esperar: saltó de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gri­tando una y otra vez: «¡Lo encontré, lo encontré!» Sólo que en griego, claro está: «¡Eureka! ¡Eureka!» Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubri­miento feliz.

1 comentario:

vidiya dijo...

Extraido del libro "Momentos estelares de la ciencia" de Isaac Asimov.