viernes, 27 de noviembre de 2009

Bibliomanía

Carl spitweg, El arte de escribir (1839)

En una de las cartas del Nuevo Epistolario de Menéndéz Pelayo, el gran polígrafo, fervoroso amante de los libros, le dice a su hermano Enrique, guardián de la biblioteca de aquél: «Te suplico que no prestes la España Sagrada ni al obispo ni a nadie. Sería para mí grave disgusto ver descabalada, aunque fuera temporalmente, una obra que, para mí es de diaria consulta...; nada de préstamos de libros, ¡por Dios!, y sobre todo nada de préstamos de tomos sueltos. Asi se hacen polvo las mejores bibliotecas...»
¡Qué razón tenía el admirable maestro! Su actitud, más bien hija de la previsión, era dictada por la experiencia. Sólo por excepción son devueltos los libros prestados. Los afectivos no negamos a ningún amigo el libro que nos pide; a veces, cuando su lectura nos ha entusiasmado, nosotros mismos lo ofrecemos para compartir con otro el deleite gustado. Porque los placeres del espíritu
son tan nobles que se hacen más intensos cuanto más se comparten. Pronto tenemos que arrepentimos de nuestra largueza: el hermano espiritual a quien se lo brindamos usa de su hermandad para quedarse con el libro. En toda biblioteca, por modesta que sea, debía figurar este letrero: «No se prestan libros; los necesito yo; son mis compañeros amados». Aunque tal vez ni aún así evitáramos el triste saqueo de los anaqueles, donde los huecos dejados por los libros ausentes parecen feas mellas que mudas nos reprochan nuestra debilidad.
Los enamorados de los libros —principalmente de los ajenos — han llegado a constituir una especie de hombres muy rica en variedades. Unos son bibliófilos, otros bibliómanos, los hay bibliólatras y a veces bibliófagos y bibliocleptos. Sobre esta última gran familia podría escribirse un abultado libro, describiendo sus caracteres, resortes y procedimientos. El bibliófilo, o sea el amante de los libros, padece una leve y grata fiebrecilla que espolvorea de mostaza su vida
para hacerla más sabrosa. Cuando la fiebre sube, el bibliófilo se trueca en bibliómano; si la bibliofilia imprime al pulso ritmo más celero, la bibliomanía - es ya una enfermedad. Que toca a su ápice en el bibliólatra, para quien vivir es acumular libros; hasta degenerar en bibliófago, quien los encierra y sepulta donde nadie sepa que está oculto su tesoro. Pero el gran malhechor, del que debemos guardarnos, es el biblioclepto. el ladrón de libros, su pasión es más feroz que la pasión del oro; nos lo pedirá para engañarnos y quedarse con él; o nos lo escamoteará en un descuido. No le enseñemos jamás un libro anotado como raro; pasará a sus manos por mucha que sea nuestra vigilancia; las rejas y cerrojos de «El celoso extremeño» serían insuficientes para preservarnos de las mañas del amigo tocado de bibliocleptomanía.
Dos ricos bibliófilos ingleses, cordiales amigos convinieron en imprimir a todo lujo un libro del que sólo tiraron dos ejemplares, uno para cada cual; pronto comenzaron a sentir la comezón de la recíproca envidia; cada uno quería poseer el ejemplar único; cierto día, uno de ellos, aprovechando la ausencia del otro, se presentó en casa del ausente y rogó a la mujer de éste que le permitiara cotejar el ejemplar del amigo con el suyo para comparar los grabados; aprovechando un descuido, arrancó del ejemplar ajeno dos o tres hojas para estropearlo, y satisfacer así su pasión. El amigo lo llevó a los tribunales; éstos condenaron al malhechor a pagar dos mil libras de indemnización; la Sociedad de Bibliófilos inglesa quiso expulsarlo de sus filas; pero el acusado les apostrofó, diciendo: «¿Quién de vosotros no hubiera hecho en mi caso lo. mismo?». Habló la conciencia en el interior de cada uno -y no lo expulsaron; todos se sintieron intimamente culpables.
El verdadero bibliófilo no tiene más pasión que los libros; los ama, y el amor es fuente de buenos sentimientos, aunque sea exclusivo.
Al eminente helenista Adriin Turnebe hubo, que sacarlo de su biblioteca el día de su casamiento: entregado a sus lecturas se había olvidado de la ceremonia. El erudito abate Goujet se murió de dolor el día que tuvo que vender su biblioteca.
Scalígero decía: «¿Queréis conocer las grandes desgracias de la vida? Vended vuestros libros». El filólogo Brunck, que en 1791 tuvo que vender parte de su biblioteca, y en 1801 el resto, lloraba cuando veía el nombre de algún autor de los libros que había vendido y a poco murió de pena. El príncipe Camerala que también tuvo que vender sus libros, se pegó un tiro por no poder vivir sin ellos. El marqués Chalabre murió de desesperación por no encontrar un ejemplar de una «Biblia» que no existía porque la había inventado un novelista.
Petrarca murió en su biblioteca, sentado junto a una ventana con un Virgilio en las manos; el insigne historiador Mommsen murió a consecuencia de habérsele incendiado los cabellos con una bujía de que se servía para buscar sus libros.
Caro lector: ni prestes libros ni los ames demasiado: son unos tiranos; te lo aconseja un escarmentado.
Baldomero ARGENTE (1877-1965)

La Vanguardia, 23 marzo 1956

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