Freya conoció el desierto y supo que los drusos estaban conectados con una antigua secta conocida como los Asesinos. Averiguó que esta, durante los siglos XI y XII, había atemorizado Oriente con sus crímenes contra el imperio abasí. Su nombre provenía de la palabra árabe hashish, esto podía deberse a que el Viejo de la Montaña, su sumo sacerdote, daba alucinógenos a sus reclutas, los hashishiyyin, para lograr su lealtad. La fortaleza inexpugnable en la que este había residido, en Alamut, aparecía descrita en los viajes de Marco Polo. Ahí estaba la pista que necesitaba, así que, con los textos del explorador veneciano como guía, partió en busca de la Roca de Alamut (Qasir Khan). La expedición fue todo un éxito y su trabajo fue muy valorado por la Royal Geographical Society. Pero ella aún no había saciado su curiosidad acerca de los misteriosos Asesinos. ¿Qué había sido de sus castillos fortificados? Estudió el tema a fondo y descubrió que Lamiaser, en el valle de Shahrud, era uno de los dos castillos de la secta que habían resistido la invasión mongola, y quiso encontrarlo. En 1931, se convirtió en la primera europea en poner sus ojos sobre dicha fortaleza. Además del reconocimiento de la comunidad científica, ganó una gran fama con la publicación de Los valles de los Asesinos (1934). Aunque Freya escribió treinta libros sobre sus viajes y cuatro sobre su vida, este fue el más célebre.
Pero tenía un nuevo proyecto: encontrar Shabwah, un centro comercial en la antigua ruta que atravesaba Arabia, tan importante que escondía un gran tesoro. La lucha por ser la primera en alcanzar la ciudad iba a ser muy dura. Una angina de pecho puso fin a sus esperanzas. Así que el tesoro fue para el fotógrafo alemán Hans Helfritz, que no supo aprovecharlo, pues no pasó del perímetro exterior de la ciudad. Y tuvo que ser otro explorador, Harry St. John Philby, quien entrase por fin en Shabwah. Para su siguiente viaje precisaba más dinero y recurrió a la ayuda financiera de lord Wakefield. Y necesitaba ayuda experta, así que buscó dos compañeras de viaje: la arqueóloga Gertrude Caton-Thompson y la profesora de Geología Elinor Wight Gardner.
En 1937, todo parecía preparado para la nueva aventura y nada hacía presagiar los problemas que iban a tener las expedicionarias. La enemistad que surgió entre ellas se hizo insalvable. Ni siquiera el hecho de descubrir en Huraydah un templo de la luna dedicado a la diosa Sin, cincuenta inscripciones monumentales de Himyar y Saba, sepulcros extramuros, sellos, cuentas de loza y piedras semipreciosas, piezas de vidrio, copas y cráneos de un tamaño extremadamente pequeño..., el sueño de cualquier arqueólogo, suavizó las tensiones. Los trabajos no eran equitativos; Gertrude y Elinor lo hacían todo. Cuando estos se dieron por concluidos, Freya invitó a ambas a seguir hacía el sur. Quería continuar por la ruta del incienso en busca de la antigua Caná, pero ambas declinaron su propuesta. Así que siguió sola y logró encontrar el antiguo puerto de la ciudad, donde los barcos eran cargados con el valioso incienso, en Husan al Ghurab.
Freya volvió a su casa, en Asolo, Italia. Allí, en 1938, los fascistas estaban por todas partes y la guerra parecía inminente. Como se sentía deprimida y abandonada (su madre estaba de viaje en Estados Unidos), preparó el equipaje (incluyendo un ejemplar de Historia de las hazañas realizadas allende el mar, de Guillermo de Tiro) y se dirigió de nuevo a Siria para recorrer las fortalezas de los cruzados y visitar el valle de Asi, donde se encontraban los castillos de los Asesinos. Pero más tarde o más temprano iba a tener que volver a la realidad. La guerra avanzaba por toda Europa y ella no quería eludir su responsabilidad. Aunque no había nacido en Inglaterra, se sentía británica, y cuando recibió la llamada del Ministerio de Información, se presentó inmediatamente. Como experta en Arabia del sur, debía viajar a Yemen, valorar la influencia italiana e intentar contrarrestar la postura antibritánica que se estaba adoptando en la zona debido a la propaganda del Eje. Logró reunir toda la documentación solicitada, pero su mayor acierto fue llevar consigo películas en las que se mostraba el poderío militar británico. Estas impresionaron tanto al imán de Yemen, que se mantuvo neutral durante el conflicto. El Ministerio de Información quedó muy satisfecho con su labor y le pidió ideas para campañas en otros países.
Fue entonces cuando echó mano de sus conocimientos sobre la secta de los Asesinos y usó dicha organización como modelo para diseñar un sistema viable de propaganda probritánica. Pretendía crear una hermandad árabe, bajo tutela inglesa, formada por voluntarios de todos los grupos religiosos que, al finalizar la guerra, promoviesen un sistema democrático no religioso. Su modelo de sociedad secreta, llamada Ikwan al-Hurriyah ("Hermandad de la Libertad"), tuvo tanto éxito que a la creada en Egipto pronto la siguieron las de Iraq y Palestina. En el país del Nilo, el arma propagandística británica estuvo operativa hasta 1952, cuando triunfó la revolución dirigida por Nasser.
Con 54 años se casó con un diplomático y se fue a vivir al Caribe, pero el matrimonio duró cuatro años. Freya estaba dispuesta a seguir viajando mientras su maltrecho cuerpo, siempre enfermo, aguantara las incomodidades. Tenía ya 60 años cuando se interesó por Turquía. Estudió su idioma y su historia, y fue a conocerla. El país la influyó tanto que dedicó toda la década de 1950 a la elaboración de una serie de libros de viaje, entre los cuales tuvo especial éxito La ruta de Alejandro. En este (tras recorrer el mismo trayecto que el rey macedonio) describe el viaje desde Frigia hasta Panfilia. Con más de 70 años exploró China y Camboya; con 80 viajó a una zona casi inaccesible de Afganistán; con 84 descendió en balsa por el Éufrates, y a los 89 subió las montañas del Himalaya a lomos de una mula. Como su antecesora, Alexandra David-Néel, no perdió la curiosidad y la lucidez hasta el fin de sus días.
Se diría que Freya iba a vivir para siempre, o eso pensaban en Ginebra, donde estaba el banco con el que había pactado una pensión vitalicia. El negocio resultó tan desastroso que todos los años la entidad financiera enviaba un representante para comprobar que la anciana continuaba con vida. Y no solo seguía viva, sino que no dejó de viajar hasta que su cabeza dejó de hacerlo. A la edad de 100 años murió en Asolo, su refugio, la "última gran viajera", en palabras de su biógrafa Jane Fletcher Geniesse.
1 comentario:
Fue Lawrence Durrell quien la definió como una «poetisa del viaje».
Fuente del texto:
Revista Clio, 2003
Publicar un comentario