martes, 20 de octubre de 2009

Vivir o morir matando

El pueblo romano necesitaba entretenimiento y sus gobernantes se lo proporcionaban de diversas maneras: una de ellas, la más cruel, enfrentaba hombres contra hombres hasta la masacre; sólo la valentía de los contendientes los libraría de la muerte, eso si la muchedumbre lo consideraba oportuno, entonces y sólo entonces, levantarían sus dedos pulgares, agitarían sus pañuelos y gritarían: «¡Misum!», es decir, «vida», para el vencido. Si éste no hubiese complacido a la concurrencia, el gesto sería apuntar el pulgar hacia abajo exclamando: «¡Yugula!», «degollamiento» para el perdedor.
Gladiador, del latín gladiator, etimológicamente significa el que lucha con la espada. Los orígenes de las luchas entre gladiadores se sitúan en el periodo etrusco. En ese tiempo recogemos los primeros testimonios que nos hablan de combates realizados para honrar a ilustres ciudadanos o guerreros fallecidos. Esas prácticas fueron asimiladas por los romanos primigenios y tardaron poco en ser incorporadas a las costumbres de aquella civilización. Lo que en principio fue un puro asesinato de esclavos y enemigos prisioneros, se convirtió, paulatinamente, en luchas profesionalizadas.
«Soportaré ser quemado, herido, golpeado y asesinado por la espada». Estas palabras encabezaban el juramento de cualquier gladiador romano y en ellas se encerraba toda una filosofía vital que orientaría las acciones de unos hombres dedicados en cuerpo y alma a la supervivencia.
En la época republicana de Roma los notables pagaban abundantes sumas para contratar los servicios de estos hombres. En el año 264 a.C. queda reflejado un combate entre tres parejas de gladiadores para conmemorar el funeral de Juno Bruto. En Hispania el primer combate de gladiadores fue organizado en el 206 a.C. por Cornelio Escipión el Africano, con el propósito de honrar la memoria de su padre y tío, desaparecidos hacía pocas fechas. Otro claro impulsor fue Julio César, que no reparó en gastos a la hora de convocar grandes fastos que le sublimaran como líder de los romanos.
Durante todo el siglo I a.C. la popularidad de los potentes gladiadores se incrementó notablemente; miles de ellos morían en las arenas de los circos. La crueldad llegó a tal extremo que el propio Octavio Augusto se vio obligado a dictar normas reguladoras de aquellos sanguinarios eventos. Protocolos muy difíciles de acatar para un fervoroso público ávido de sensaciones.
El Imperio potenció y ensalzó la figura del gladiador, convirtiéndolo en un semidiós al que se le otorgaban presuntos poderes mágicos.
Los gladiadores eran habitualmente esclavos, reos de guerra o condenados por delitos graves. Bien es cierto que, en numerosas ocasiones, algunos ciudadanos libres o legionarios de mermado patrimonio se incorporaban a las escuelas de adiestramiento con el fin de intentar mejorar una precaria situación. Asimismo, queda constatado en diferentes fuentes escritas y arqueológicas que las mujeres participaron en estos sangrientos espectáculos; asunto que no fue bien visto por algunos intelectuales de la época, como Juvenal o Séneca.
El propio y trastornado emperador Commodo, se preocupó en fomentar su imagen de luchador circense. El mismo aseguraba haber participado en 735 combates sin recibir un solo rasguño, lo que le motivó a autoconcederse el título de vencedor de mil gladiadores. Commodo fue un criminal, vicioso y perturbado. De nada sirvió el celo que su padre, Marco Aurelio, puso en la preparación de un hijo que no merecía el más mínimo reconocimiento. Era frecuente verle ceñir los atributos del dios Hércules, del que se creía una reencarnación, para visitar el circo y allí masacrar a decenas de infelices disfrazados de animales. No fue el general Máximo el que lo mató; ese mérito hay que atribuírselo al atleta Narciso, que, a instancias de la amante de Commodo, lo estranguló.
Pero ¿qué premios esperaba el gladiador por su esfuerzo? Varios y en este orden: seguir vivo, mejorar su situación económica y, finalmente, la tan ansiada liberación, que llegaba cuando un gran luchador acreditaba poseer cuantiosas victorias ganando de ese modo el respeto y la admiración de un pueblo entusiasta con sus héroes. Al liberado se le entregaba la rudi o espada de madera, signo supremo de la libertad para un gladiador. Los festejos en Roma eran constantes. En el siglo I d.C. el emperador Vespasiano mandó construir el anfiteatro Flavio, conocido por todos como el Coliseo. En ese magno recinto ovalado con capacidad para casi 50.000 personas se dieron cita las celebraciones más importantes del Imperio romano. En los 30.000 metros cuadrados que ocupaba se encontraban los subterráneos donde se ejercitaban los gladiadores, además de espacios habilitados para albergar centenares de bestias que, posteriormente, subirían en plataformas a la arena. Muchos emperadores utilizaron los juegos para complacer y tomar el pulso de la sociedad.
Antes de la lucha, los gladiadores desfilaban ante la multitud con sus vistosas indumentarias. Después se situaban frente al emperador y, levantando sus brazos armados, emitían el famoso saludo: «¡Ave César, los que van a morir te saludan!» Acto seguido, realizaban un pequeño entrenamiento y, sin más, se entregaban a una lucha violenta y feroz por parejas, jaleados por un populacho que, previamente, había cruzado sus apuestas.
Existieron muchos tipos de gladiadores, diferenciados gracias a las armas y defensas que utilizaban: los secutores iban armados con espada y escudo, lo que les proporcionaba extremada agilidad, convirtiéndoles en temibles para el combate; los tracios utilizaban rodela y puñal corto; los retarii manejaban redes emplomadas y afilados tridentes; los mirmillones usaban espada larga y grandes escudos; los essedarii combatían a caballo o en carros de guerra. También existían gladiadores especializados en la lucha contra animales. Cada victoria de Roma era celebrada con enormes matanzas en sus anfiteatros. Una de las más destacadas fue la organizada por el emperador Trajano después de su victoria en la Dacia, que reunió a más de 10.000 gladiadores que estuvieron luchando y muriendo a lo largo de varias semanas para mayor gloria del Imperio. Cuando los espectáculos de gladiadores eran organizados por las instituciones romanas se convertían en gratuitos, no obstante, surgieron empresarios privados que montaron combates por su cuenta.
La llegada del cristianismo provocó críticas que enflaquecieron el ánimo de los romanos hacia lo que había sido uno de sus espectáculos más valorados durante siglos. Fue Honorio quien, en el año 404, decidió acabar con los choques mortales entre gladiadores.
Juan Antonio Cebrián

1 comentario:

vidiya dijo...

Sea este un pequeño homenaje para el hombre que logró que muchas personas se interesarán por la historia, en el segundo aniversario de su defunción.