Camellos de éxtasis, baladores, confites, hurones, nos miran desde el cristal blindado; aunque no llevan alfanjes, fueron reclutados para la guerra santa. Sus jefes son príncipes sauditas; ellos no son príncipes omeyas, sino ladrones de coches y mandangueros. El lumpen, frente a la predicción de Marx, se destaca como la nueva vanguardia que, en vez de luchar por el hombre no alienado, pelea por un creyente fanático que quiere recular la Historia hasta la peste.
Tienen el sueño de volver a Al Andalus y han enviado a los primeros combatientes, con nombres inextricables, con caras no ajenas a las nuestras. Aquí, a excepción de El Cid, nuestros abuelos se mezclaron con moros y judíos. Estos traficantes de éxodo y patera descubren, apenas llegan a España, que es algo de ellos; el idioma que hablamos está plagado de sus propias palabras. Hay en nuestros diccionarios más de 4.000 arabismos. Su monoteísmo se enriquece con vocablos que invocamos para consultar al destino: azar, baraja, albur. Muchos de ellos trabajan de alondras o pastores en los pueblos donde las casas conservan el aljibe; el zaguán, las alcobas; la alacena, las baldosas; las azoteas, el albañal. Van al mercado y ven que hay alcachofas; observan que en las aldeas aún se echa el dinero en una alcancía. Les han contado en las madrasas que los árabes trajeron a España el álgebra y los albaricoques.
Al Qaeda sigue el método de los primeros sicarios, los ebrios de hass. Cuando el sultán deseaba enviar a alguien para que matara a sus enemigos, le pagaba el precio en sangre; si el asesino se escapaba, el dinero era suyo, si era atrapado, lo era de sus hijos. Traen sus canciones de gesta: Almanzor mandaba recoger el polvo con el que sus ropas quedaban manchadas durante sus batallas, para ser enterrado con ellas cuando le llegara el último día. Creen que la Reconquista no ha terminado. El mismo Cervantes analiza el fenómeno musulmán-cristiano como la primera guerra civil española. Cuando se encuentran unos labradores que llevan a su pueblo imágenes para un retablo, una de las cuales era San Diego Matamoros, dicen: «Y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo».
No les han contado que aquí los moros se volvían vacilones, se entregaban al hedonismo, cantaban en las jarchas: «Con hojas de parra mortaja aprestad, con pámpanos verdes, turbantes tejed». Dice un poeta arábigo-andaluz: «Oh andalusíes, qué felices sois, tenéis agua, sombra, ríos y árboles. El paraíso eterno está en vuestras moradas».
Raúl del Pozo
Este artículo ha sido galardonado con el Premio Mariano de Cavia
Publicado Por El Mundo el 23/II/2007
1 comentario:
La imagen de Raúl del Pozo es una obra al óleo de Joan Pla
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