martes, 20 de mayo de 2008

Blanca de Navarra, una reina sin amor

Problema dinástico. Asumió la Corona de Navarra pero a su muerte dejó un problema sucesorio. Unas facciones se decantaron por su hijo el príncipe Carlos; otras por su esposo el rey Juan II.

POR JUAN ANTONIO CEBRIÁN

Fue hija de uno de los más grandes reyes navarros y madre del primer príncipe de Viana, título que hoy ostenta su Alteza Real don Felipe de Borbón. No obstante, su vida sentimental fue un auténtico desastre debido en buena medida a la tumultuosa política que puso fin a la Edad Media.

Nacida hacia 1386, sus padres el rey Carlos III de Navarra y doña Leonor de Trastámara, hija del rey castellano Enrique II, representaban lo más florido de la nobleza peninsular ibérica. Este matrimonio tuvo cinco vástagos, dos de ellos varones: Carlos, fallecido a los cinco años de edad y Luis, muerto a los pocos meses de vida. Asimismo nacieron tres féminas con dispar suerte: Beatriz, quien se casó con Jaime de Borbón, el conde de la Marca; Juana, unida en nupcias al conde de Foix y, finalmente, Blanca, para la que se concertó el desposorio con Martín, el Joven, rey de Sicilia e hijo de Martín I el Humano, rey de Aragón.

Sus progenitores le entregaron una educación refinada con magníficos profesores, los cuales inculcaron a la joven los trazos esenciales sobre cómo debía ser un comportamiento digno y honorable. La pequeña Blanca soñaba con el amor cortés y con un anhelado príncipe azul que por desgracia para ella nunca llegaría.

Carlos III –conocido como el Noble– fue un magnífico monarca para Navarra. Bajo su mandato creció la bonanza económica en todo el reino, se construyeron canales para el transporte de agua y se levantaron majestuosos castillos palaciegos como los de Olite y Tafalla.

Nuestra protagonista vivió feliz en este tiempo de juventud y por eso no es de extrañar que se rebelara ante los acuerdos matrimoniales que se establecieron para unir los linajes de Navarra y Aragón. Martín el Joven fue el pretendiente elegido para Blanca, pero ésta mostró su más enérgico enfado pues ni siquiera conocía a su futuro marido. Su padre, ante todo consciente de buscar el mejor destino para su casa nobiliaria, no dudó un instante en castigar la conducta desleal de su hija y, para que se lo pensara mejor, la envió al castillo de Peñaflor, situado en el centro de las Bardenas reales de Navarra. En ese desprotegido lugar permaneció aislada, recluida en la torre de la fortaleza y recibiendo como único alimento pan y agua. Según cuenta una leyenda popular, un humilde pastor se apiadó de la infortunada consolándola con queso, leche y saludable conversación. Años más tarde, siendo Blanca ya reina, se acordó de aquel ocasional aliado y le entregó como agradecimiento la propiedad de las tierras protagonistas de su cautiverio.

En 1402 se celebró la forzosa boda, mas no hubo tiempo para el amor, dado que el rey Martín andaba involucrado en diferentes guerras y la pasión conyugal no generó ningún descendiente que alegrara la existencia de la ahora reina siciliana. En 1409, Martín el Joven falleció víctima de unas fiebres malignas y su viuda se vio sola en su tierra de acogida. Allí permaneció unos años, los mismos que tardó su padre en prepararle un segundo matrimonio.

Una vez más y, sin poder alguno de decisión sobre qué hacer con su vida, tuvo que aceptar las reglas monárquicas y, en 1419, se desposó con el futuro Juan II de Aragón, uno de los hijos del prestigioso infante don Fernando de Antequera. En esta ocasión sí llegaron los hijos y en número de cuatro: Carlos, Juana, Blanca y Leonor. Desde 1413 la propia Blanca era heredera del reino de Navarra tras el fallecimiento de su hermana mayor, Juana.

En 1425 asumió la Corona al fallecer su padre Carlos III, quien, al no contar con varón alguno que le sucediera, había instaurado el título de príncipe de Viana para su nieto Carlos, primogénito de Blanca y nacido en 1421. Sin embargo, este asunto causaría, años más tarde, un serio inconveniente al interpretarse de formas distintas el testamento dejado por la reina navarra, ya que en el documento doña Blanca animaba a su hijo a no ocupar el trono navarro sin el consentimiento expreso de su padre.

Por otra parte, los habitantes del reino foral nunca sintieron el aliento solidario del rey consorte, más bien todo lo contrario, dado que Juan II siempre vivió ajeno a los problemas navarros dejando a su mujer el gobierno del país. Ésta, algo melancólica por la ausencia de amor y emociones, dejó pasar el tiempo de forma abúlica comprobando cómo menguaban las fronteras a costa de las guerras emprendidas por su marido.

Doña Blanca falleció en 1441 cuando asistía a una romería en honor de la Virgen de Soterraña, justo un día después de haber celebrado la boda de su hija Blanca con el futuro Enrique IV de Castilla. Su inesperada muerte sembró el desconcierto entre las diferentes facciones nobiliarias navarras. Por un lado los beaumonteses, habitantes en su mayor parte de la montaña, defendían los intereses del príncipe de Viana. Por otro los agramonteses, procedentes en su casi totalidad de la zona de la ribera, se situaron al lado del rey Juan II, quien afrontó un segundo matrimonio con Juana Enríquez, mujer de carácter fuerte con la que tuvo al futuro Fernando el Católico. Doña Juana consiguió impedir que Carlos, príncipe de Viana y legítimo heredero del trono navarro, accediera a éste. En 1450 estalló un conflicto fratricida que dio como perdedor al príncipe Carlos, ejecutado en Barcelona en 1461. Sin embargo, lejos de solucionarse el problema de la sucesión, se enquistó y aún resuena en nuestros días.

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