Joan Blaeu había vivido entre mapamundis y planchas de cobre, porque su padre, Willem Blaeu, era cartógrafo e impresor. Él le contagió la fascinación de un oficio que juntaba el exotismo y las matemáticas con la poesía. Cuando quedó huérfano dejó sus estudios de leyes en la Universidad de Leyden y, con su hermano Cornelius, continuó el negocio familiar. Trabajó para la Compañía de las Indias Orientales y publicó su primer atlas, que llamó Teatro de las ciudades. Poca cosa para alcanzar al más aventajado de sus competidores, Johannes Janssonius, yerno del gran Jodocus Hondius El Viejo, que había cosechado un éxito fulgurante editando el atlas de Gerhard Kremer, Mercator. Vanamente intentó superarlo Willem Blaeu. Una generación después, la rivalidad de ambas familias por hacerse con el monopolio de mapas, portulanos y planisferios se convirtió en lucha sin cuartel y conoció episodios épicos. Era una carrera de locos por incorporar más y más mapas a las colecciones, la cantidad primaba sobre la calidad y en busca del atlas definitivo valía todo: el robo, el plagio y cualquier otra artimaña. Había que mejorar el gran best seller de la cartografía durante medio siglo, el imponente Mercator.
El desafío había empezado en 1638, año de la muerte de Willem Blaeu. Johannes Janssonius y Joan Blaeu quedaron frente a frente como gladiadores continuando la vieja contienda de sus antepasados. Fue un duelo sin piedad y sin tregua que sólo terminaría con la muerte del primero. Cuando Blaeu incorpora China a su atlas, Janssonius replica con 10 nuevos mapas del Viejo Mundo. Hubo que dejar la partida en tablas, de momento. Tras 20 años de escaramuzas, tanto uno como otro tienen listo un nuevo atlas de seis partes, el de Blaeu incorpora 430 mapas; el de Janssonius, 445. Pero el de Blaeu era más equilibrado. El frenesí de la cantidad era simple oportunismo, ganas de epatar a unos clientes más interesados en los mapas como objetos decorativos que como documentos científicos.
Pero ni uno ni otro habían medido en su vida un solo palmo de tierra, ninguno había viajado más allá de los confines de los pólders, no eran navegantes, ni exploradores, ni geodestas; pero esperaban en el puerto a estos fatigadores de distancias. Los empresarios a la greña entraban en pujas desquiciadas para comprar sus manuscritos, sus diarios, sus cartas de marear; contactaban con eruditos de toda Europa y contrataban corresponsales. Pero sobre todo, saqueaban los atlas anteriores de Ortelius (cartógrafo de Felipe II) y Mercator (colaborador de Carlos V). También fusilaban a los antiguos (Hecateo, Aristarco, Euxodo, Estrabón o Plinio) y a los modernos (Paolo dal Pozzo Toscanelli o Martin Behaim).
En 1658 Johannes Janssonius estremeció a Joan Blaeu con un nuevo golpe de mano, puso en el mercado su Novus Atlas absolutissimus. No era coherente, ni cohesionado pero, además de incorporar más de 500 mapas, incluía descripciones de países, océanos, ciudades y cielos. Blaeu envidó con un órdago insuperable, se encomendó a la memoria de su padre muerto, puso en zafarrancho de combate a sus proveedores, contrató a un centenar de tipógrafos, grabadores, encuadernadores y a una legión de niños y mujeres para colorear las páginas; hizo funcionar durante jornadas de 10 horas diarias sus nueve prensas para libros y sus seis para planchas de cobre, en la que era entonces la imprenta más grande del mundo, y cuatro años después tuvo en sus manos el primer ejemplar de la edición latina del libro más grandioso publicado hasta entonces, el Atlas Maior, una hazaña colosal, una apoteosis de 600 mapas.
Durante 100 años sería el atlas definitivo, como antes lo había sido el Mercator. En una década imprimió casi cinco millones y medio de páginas de texto. Cada cajista empleaba ocho horas en componer una página, cada imprenta producía 50 páginas de texto por hora y 10 páginas de mapas. Luego había que colorearlos a mano uno por uno, porque hasta la invención de la litografía, en 1800, no fue posible la impresión en color.
Tras el éxito orbicular de Blaeu, Janss
onius abandonó la partida y, acaso vencido por el acre sabor de la derrota, dos años después exhaló su último suspiro. Joan Blaeu lo sobreviviría apenas una década. En 1672 un incendio arrasó su imprenta principal en Gravenstraat, las llamas no sólo devoraron miles de pliegos de papel y de mapas impresos, sino que fundieron numerosas planchas de cobre. Las pérdidas dejaron maltrecha su salud.
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Extractos del artículo La familia que se arruinó por cartografiar el mundo, de Gonzalo Ugidos publicado en el Magazine de El Mundo.
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