En 1662 París era la ciudad más grande de Europa, después de Constantinopla, y ya poseía una flota de transporte público para dar servicio a sus 300.000 habitantes. Faltaban 100 años para que el capitán Cook descubriera Australia y 40 para que el zar Pedro I el Grande pusiera, sobre el fango, la primera piedra de San Petersburgo. Madrid, aunque contaba con 30.000 habitantes, era un poblachón más pequeño que la ciudad de Alcalá de Henares. Seseña, a los pies del castillo de Puñoenrostro, contaba con sólo 68 vecinos, era tierra llana, templada y carente de leña, pero tenía varios poceros y grandes cotos de caza y pesca. Telde ya figuraba en el mapa de Gran Canaria y Marbella era algo más que una aldehuela que vivía de las sardinas.
El reino de Aragón, por el contrario, era un desierto humano, según Blaeu sólo tenía 70 lugares habitados, «rodeados de murallas, pocos tienen más de 500 hogares, excepto sus siete ciudades». Cádiz en el siglo XVII era una isla. Valencia no exportaba naranjas, sino «terciopelos y otros paños de seda de casi todos los colores». Zahara de los Atunes era mayor que Getafe; Vigo, más pequeño que Bayona (Pontevedra) y Villalpando (Zamora), más importante que Nueva York, que aún no se llamaba así, sino Nueva Amsterdam y era un asentamiento holandés de 300 almas, rodeado de indios mohicanos, iroqueses y manhattoes acampados a orillas de un océano que aún no se denominaba Atlántico, sino Occidental. Tokio se llamaba Edo, que significa estuario, y acababa de sufrir un incendio devastador en el que murieron cerca de 100.000 personas. Las mismas, muerto más muerto menos, que tres años después se cobró la peste en Londres. La isla de Formosa pertenecía al pirata chino Koxinga, Portugal había cedido Bombay a Inglaterra como dote de Catalina de Braganza en su boda con Carlos II, que vendió Dunkerque a Francia por 400.000 libras. El interior de África estaba a medio explorar y su topografía aparecía velada por la leyenda del imperio cristiano del Preste Juan.
Todas estas cosas, y muchas más de los cuatro rincones del mundo, las sabía Joan Blaeu sin salir de sus canales, porque pensaba que «como en casa de uno, en sitio alguno».
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Extractos del artículo La familia que se arruinó por cartografiar el mundo, de Gonzalo Ugidos publicado en el Magazine de El Mundo.
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