Paco fue un perro vagabundo de color negro, de tamaño mediano y de raza indefinida, al que la gente le acabó atribuyendo asombrosas cualidades.
La suerte de este can cambiaría notablemente a partir de una tarde en la que se cruzó en la vida de Don Gonzalo Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España y persona de futuro (años más tarde se convertiría en alcalde de Madrid) y con su séquito de "meapilas" y zalameros que siempre solía llevar a su alrededor.
Era 4 de octubre de 1879, día de San Francisco de Asís, protector de los animales, y el marqués decidió que emularía lo que seguramente haría el santo en esa situación, es decir, dar de comer al animal. Pero de una manera rocambolesca, no sin antes verter sobre la cabeza del can un chorro de champán al tiempo que pronunciaba una muy particular fórmula bautismal:
¡Yo te bautizo en el nombre de mi nobiliaria gana con el nombre de "Paco"
y te encomiendo, desde ahora, al serafín de Asís,
reconociéndome yo como tu padrino para cuando tu santo patrono
se descuide en el socorrerte y defenderte, Amén!
El escenario fue el "Café de Fornos", un concurrido local de la época, donde se reunían poetas, literatos y bohemios noctámbulos.
Aquella ocurrencia del marqués fue muy comentada por todo Madrid y pronto otros quisieron imitarle, de forma que se puso de moda invitar a Paco allá donde se le encontrase, y se tomó como signo de distinción hacerse acompañar por él. Ningún lugar donde se reuniera la sociedad madrileña estaba vedado a Paco y se le podía encontrar hasta en los estrenos del emblemático teatro Apolo. Hasta Palacio llegaron las hazañas del perro, y hay constancia de que los monarcas pidieron al Marqués de Bogaraya, hombre de confianza del rey, que llevara a cabo los preparativos para realizar una ceremonia de presentación de Paco a los monarcas.
Era común que los periodistas de la época en sus críticas, incluyeran comentarios y chascarrillos utilizando la figura de Paco, como por ejemplo cuando un concierto había sido penoso comentaban "pudo verse a Paco lanzando aullidos lastimeros, sumándose a las protestas de los espectadores". Menos el periodista Mariano de Cavía que bajo el seudónimo de Sobaquillo escribía la crónica taurina de El Liberal, dejaba claro en sus escritos su rechazo a la aparición del canido en el ruedo. Porque Paco no solía faltar a los festejos taurinos y había tomado por costumbre intervenir cuando el público abroncaba a toros o toreros, hasta el punto de que a veces, cuando los pitos arreciaban, saltaba a la arena y se ponía a ladrar gallardamente junto al hocico del toro.
Pero no llegó a viejo por culpa de esta arriesgada costumbre. Una tarde de junio en 1882, un mal aprendiz de torero, enfurecido porque no sabía dominar la faena, dio un estoconazo al perro Paco. La prensa comentó el suceso en primera plana y se dieron partes cotidianos para mantener informado al público que se interesaba por su estado.
Paco fue disecado y por un tiempo expuesto en un pequeño museo taurino que hubo en la calle Alcalá esquina a la de la Fuente del Berro, hasta que se cerró en 1889. Se decidió entonces darle privilegiada sepultura, en el rincón más florido y bello de los jardines del Buen Retiro. Un caso de amor de una población, como la del Madrid de entonces, a un perro feo, sin raza definida, pero simpático y cariñoso como ninguno e inteligente como el que más.
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