Sus diatribas sobre la Santísima Trinidad y sus descubrimientos sobre el torrente sanguíneo chocaron con la ortodoxia religiosa del siglo XVI. Peregrinó por Europa y provocó debates entre católicos y protestantes hasta que Calvino le condenó a la hoguera.
Juan Antonio Cebrián
Este singular personaje del siglo XVI fue, sin pretenderlo, un destacado representante del erasmismo científico. Sus trabajos, ideas y conclusiones recibieron la más furibunda crítica desde todos los ámbitos religiosos del cristianismo. Un mérito poco extendido en aquella Europa dividida por diferentes formas de entender el mensaje cristiano. Aún así, el injusto juicio al que fue sometido y su innegable aportación al avance médico, gracias a su descubrimiento sobre la circulación sanguínea pulmonar, le hacen merecedor de un lugar de privilegio en la galería de personajes ilustres de la Humanidad.
Nació en 1511 en Villanueva de Sigena, un pequeño pueblo de Huesca, donde su padre ejercía el noble oficio de notario. Su formación fue bastante completa pues, cuando abandonó con 13 años su lugar de origen rumbo a Lérida y Barcelona, ya hablaba con suma corrección latín, griego y hebreo. Con 15 años consiguió ser discípulo protegido de fray José de Quintana, quien se convertiría en confesor personal del emperador Carlos V. Precisamente Miguel, en compañía de su maestro, asistió a la coronación imperial celebrada en Bolonia en 1529. A decir verdad, sus años adolescentes le marcaron con profundidad a la hora de emprender sus constantes retos teológicos y científicos. Su formación académica quedó resuelta en su estancia por tierras francesas donde se impregnó de los aires intelectuales reformistas de aquellos lares. Estas tendencias conjugaron a la perfección con su talante obstinado e independiente, dando rienda suelta a su pensamiento libre y rebelde.
Con 19 años fue acusado de hereje por formular algunas hipótesis sobre la supuesta falsedad trinitaria de Dios. En 1531 publicó su primera obra cuyo título no invitaba al engaño: De Trinitatis Erroribus, planteamiento que quedó reforzado un año más tarde con la publicación de Dialogorum de trinitate libri duo, y De iustitia regni Christi capitula quattuor. Estos textos le procuraron encendidos ataques de protestantes y católicos. La Santa Inquisición condenó sus trabajos y ya nunca pudo regresar a su patria por temor a ser juzgado y quemado en la hoguera.
Servet, fiel a su espíritu y a sus postulados analíticos sobre la religión, inició desde entonces un peregrinaje por algunos territorios europeos. De Alemania pasó a Francia, donde conoció al reformista Calvino con quien, por supuesto, terminó discutiendo acaloradamente. Una vez más, el incómodo aragonés tuvo que huir. En esta ocasión salió de París con destino a Lyon, ciudad en la que trabó relación profesional con unos impresores, los cuales le encargaron tres ediciones de la Biblia y dos sobre las obras de Ptolomeo. Fueron unos años de relativa paz en los que hizo amistad con el médico Champier, quien inculcó a Servet su amor por la medicina. Gracias a ello decidió ingresar en la Universidad de París dispuesto a ser galeno, oficio que practicó desde entonces con cierta notoriedad por algunos pueblos y ciudades de Francia, afincándose, finalmente, en la localidad de Vienne. Allí permaneció como médico personal del obispo local hasta 1553, año en el que sus publicaciones, discrepancias y rebeldías le condujeron a la cárcel por hereje. Hasta ese momento, Miguel Servet ya había publicado abundante material, no sólo sobre teología, sino también sobre la disciplina médica. Y, en ese sentido, debemos hablar de su principal obra, titulada "Christianismi Restitutio", esbozada durante años y publicada en enero de 1553. En el texto se explicaba en un apartado, a modo de sencilla digresión, nada menos que la circulación sanguínea pulmonar, hecho observado minuciosamente por él como galeno y desconocido para el resto de los mortales. Lo curioso de esta historia radica en que el científico aragonés no incluyó el hallazgo en ninguna obra dedicada a la fisiología y sí, en cambio, lo hizo con un texto teológico. Servet pensaba que el alma humana estaba confortablemente instalada en la sangre, y de ahí su interés por averiguar cómo transitaba el líquido vital por el cuerpo humano. El escándalo fue mayúsculo y, aunque logró escapar de su encierro inicial en Vienne, al fin fue capturado mientras asistía camuflado a un sermón de Calvino en Ginebra (Suiza). El implacable dictador religioso no quiso escuchar las peticiones de clemencia del aragonés y, sin dilación, preparó un juicio sumarísimo en el que se le negó abogado defensor.
La sentencia se dictó casi de inmediato siendo conducido al día siguiente a Champel, lugar donde se celebró su ejecución mediante la pena de ser quemado en la hoguera utilizándose leña verde para que la agonía fuera más lenta. Tenía 42 años y había conseguido polemizar con todos los sectores recalcitrantes del cristianismo.
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