Por Juan Antonio Cebrián
La crónica sobre la guerra de las Galias (Comentarios) escrita por Julio César constituye una de las narraciones más asombrosas y esclarecedoras sobre el acontecer de la república romana en el mundo antiguo. En dicho texto nos enfrentamos a ocho años de épica por los territorios occidentales de Europa en los que descollaron toda suerte de personajes, como el príncipe galo Vercingetórix, quien ofreció en su resistencia final ante las legiones romanas todo un canto de cisne para los celtas en esta contienda. Nació entre 82 y 72 a. C., aunque esta última fecha parece la más fiable según los investigadores históricos. Era hijo de Celtillos, un respetado rey de los arvernos, tribu belicosa del pueblo galo que se enseñoreaba de buena parte de la Auvernia (región inscrita en el centro geográfico de Francia).
Siguiendo la costumbre, el príncipe fue entregado a una familia adoptiva de la aristocracia local para su educación como heredero al trono de su progenitor. Y, en ese sentido, recibió magníficas enseñanzas acerca de la guerra, el manejo de los caballos, la dirección de hombres e incluso sobre los secretos que guardaban los respetables druidas. En 60 a. C., regresó al seno de su clan para ejercer labores de mando junto a su padre, quien, por entonces, preparaba diversas campañas bélicas en la zona.
Pocos meses más tarde, las legiones romanas de Julio César irrumpieron en las Galias, provocando una marea de sangre y fuego. Algunas tribus celtas pactaron con los invasores, entre ellas la del propio Celtillos, ante la disconformidad de una numerosa facción que pretendía plantear resistencia a ultranza ante los romanos.
Tras la fase inicial de este conflicto, César regresó a Roma para resolver algunas cuestiones internas y, en 54 a. C., pudo reanudar en las Galias la mayor gesta de su vida. En esta ocasión, los aliados le plantaron cara, en una guerra devastadora que sembró de cadáveres ciudades, pueblos y campos por toda la Galia. En 52 a. C., la rebelión de los carnutos —pobladores de Genabrum (actual Orleans)— incitó al resto de las tribus galas a secundar una revuelta contra los romanos.
Por entonces, Vercingetórix había sucedido a su padre tras el fallecimiento de éste y gozaba de suficiente prestigio entre los suyos como para ser elegido comandante en jefe de una confederación de tribus galas, entre las que se encontraban los aulercios, audecaros, turones, parisienses, senones, rutenos, arvernos... En todo caso, miles de enardecidos guerreros muy superiores en número a su enemigo, pero con ciertas dificultades en los capítulos de organización, disciplina y armamento. Inconvenientes que no obstaculizaron el arranque de esta nueva etapa en la guerra más sangrienta de la Antigüedad.
Vercingetórix, conocedor de sus limitaciones, adoptó la estrategia de tierra quemada, en el intento de matar de hambre a sus oponentes. Durante semanas los galos arrasaron cosechas y aldeas que pudieran proveer de suministros a las legiones romanas. Pero estos esfuerzos resultaron inútiles y los bien entrenados soldados de César fueron consiguiendo victoria tras victoria hasta someter al ejército del líder rebelde a una presión definitiva que le llevó a buscar refugio en la ciudad sagrada de Alesia, donde más de 80.000 galos fueron cercados por ?0 legiones romanas.
El anhelo de Vercingetórix pasaba por recibir la ayuda de 250.000 celtas que se encontraban cerca de la plaza. Sin embargo, el talento de Julio César brilló como nunca lo había hecho y ordenó levantar 42 kilómetros de defensas en dos perímetros que rodeaban la ciudad y a la vez servían de parapeto ante el inminente ataque externo. En septiembre de 51 a. C., se libró la gran batalla. Durante días, centurias y cohortes se batieron con absoluta determinación ante las constantes oleadas de los orgullosos combatientes celtas. Se produjo una mortandad terrible en ambos bandos, aunque finalmente el triunfo se decantó por las armas romanas. El galo, viendo perdida su causa, se rindió sin condiciones.
Era la triste rúbrica a ocho años de conflicto, en los que sucumbieron un millón de galos, otro millón fue esclavizado y el resto de las tribus celtas quedó sometido al yugo de Roma. El propio Vercingetórix fue trasladado a la ciudad eterna cubierto de cadenas y a merced de sus captores.
En 46 a. C., tras cinco años de humillante cautiverio, el jefe galo fue ejecutado por estrangulamiento como ejemplo para todos aquéllos que en el futuro quisieran levantarse en contra de los nuevos amos de la situación. Por su parte, Julio César no sobreviviría mucho más, siendo asesinado dos años más tarde por una conjura de desafectos, aunque ello no impidió que se culminase su sueño imperial en la figura de su sobrino nieto y sucesor Octavio Augusto.
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