Francisco de Robles, primer editor de la obra, el más notable editor madrileño del Siglo de Oro español, descendía, por parte de su padre, de una familia de libreros alcalaínos conocidos de la familia Cervantes. Blas de Robles, el padre, pagó los costos de la impresión de “La Galatea”, la primera obra de Cervantes. A su vez, la madre de Francisco de Robles era hija del librero madrileño Francisco López.
Después de veinte años de silencio, apareció Miguel de Cervantes con un nuevo manuscrito bajo el brazo, la historia de un loco que se cree caballero andante y se dedica a recorrer los caminos y a tener aventuras a cual más disparatada. En cuanto leyó el original, Robles vio su oportunidad. Tal y como había hecho su padre con La Galatea, compró el privilegio de edición y contrató a la imprenta de Pedro Madrigal, que por entonces regentaba su yerno, Juan de la Cuesta.
Sostiene Francisco Mendoza que la primera edición de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, impresa en Madrid, ya estaba lista en la Nochebuena de 1604, aunque Juan de la Cuesta, su responsable, decidió fecharla en el año que iba a comenzar en breve. Cuesta trabajó rápido, quizás demasiado a juzgar por el resultado tan descuidado de la edición, a lo que contribuyó, y no poco, la mala calidad del papel del Monasterio del Paular. Esta primera edición, descuidada y carente de grabados, aunque curiosamente, su texto es el más genuino. A primeros de diciembre de ese mismo año ya firmaba la fe de erratas el licenciado Francisco Murcia de Lallana.
“Espero la luz después de las tinieblas”, rezaba el lema de su frontispicio. El nombre del autor, la dedicatoria al duque de Béjar y el anuncio de su venta en casa de Francisco de Robles, “librero del Rey Nuestro Señor”, y editor, eran las inscripciones de esa primera página o “cubierta”.
A partir del Quijote, la vida de Cervantes y Robles quedó irremediablemente ligada. En 1607 consta en un inventario de bienes del librero que el poeta le debía 450 reales. La deuda debió ir creciendo poco a poco, de modo que de los 1.600 reales en que Cervantes cedió el privilegio de las Novelas ejemplares en 1613, no debió meter en su bolsillo ni una meaja. Quizás por eso hay quien dice que Cervantes estuvo implicado en una edición pirata que se hizo de sus Novelas en Lisboa. Lo que no sacaba por un lado, tal vez lo rascaba por otro.
Entre el verano y el otoño de 1614 terminó la segunda parte del Quijote, estimulado por la imitación firmada por Alonso Fernández de Avellaneda. En esta ocasión Robles se tomó su tiempo y no sacó el libro a la calle hasta bien entrado el año siguiente. Eligió el mismo formato que el de la edición de la primera parte de 1608, es de suponer que para poder así venderlos juntos, pero el negocio no salió como él esperaba. Tal vez porque en esta ocasión debió competir con otras de Bruselas, Valencia, Lisboa y Barcelona.
El relativo fracaso de la segunda parte del Quijote pudo influir en el enfriamiento de las relaciones entre poeta y editor, aunque puede que el problema viniera de antes y el propio Cervantes lo apuntara en boca del Licenciado Vidriera. Dice este personaje que le contenta mucho el oficio de librero, si no es por una falta que tiene; “los melindres que hacen cuando compran el privilegio de un libro, y de la burla que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa, pues en lugar de mil y quinientos, imprimen tres mil libros, y cuando el autor piensa que se venden los suyos, se despachan los ajenos”. De hacer caso a Cervantes, se diría que el oficio de editor tiene algo de tahúr. En cualquier caso, las Ocho comedias (1615) y el Persiles (1617), los dos últimos libros de Cervantes, no se venden en casa de Robles sino en la de Juan de Villarroel.
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